martes, 14 de diciembre de 2010

UN BUEN CHISME



No hay que subestimar el poder de un chisme.  El deseo morboso de conocer los detalles de un escándalo es tan fuerte que puede sostener  una película y mantener atentos a los espectadores durante dos horas.
La expectativa aumenta cuando la historia se basa en un suceso que nos resultan de familiar y sobre el cual nos sentimos en capacidad de opinar.  “Red social” narra la historia del suceso cibernético  “Facebook” desde su creación hasta la actualidad, incluyendo riñas, villanos, traiciones y  muchos millones de dólares.
Todo inicia en  la Universidad de Harvard donde el estudiante Marck Zuckerberg obsesionado con pertenecer a un club social de las   fracasado en el amor e insolente por naturaleza, es rechazado por su novia.  En medio su despecho y con varias cervezas encima, Zuckerberg  crea un juego en línea llamado “Match face”, que consiste en escoger la estudiante más linda de la universidad.   El éxito es tal que en una sola noche, la red de la universidad colapsa debido a la gran cantidad de visitas que el sitio recibe. Esto lleva a que el estudiante se sienta genio pero también lo hace recibir un llamado de atención de los directivos de la institución, mismo que él ignora.  Días después, Zuckerberg  es contactado por un grupo de muchachos interesados en crear una  comunidad cibernética exclusiva para los estudiantes de la universidad.
Él acepta la oferta pero en realidad su propósito es otro.  Usa la idea del club social virtual para desarrollar su propia red. Para comenzar el negocio, involucra a su mejor amigo como socio financiero, mientras él se concentra en la construcción del sitio. Todo esto a espaldas de quienes le dieron la idea de crear la red universitaria. Poco a poco la idea crece pero Zuckerberg jamás pierde la perspectiva de lo que quiere hacer. No le interesa poner publicidad en su sitio porque esto solo alejaría a los usuarios y defiende por encima de todo, que  sea una página “cool”.
Su red de amigos empieza a crecer, no solo la virtual sino también la de la vida real. El los acepta a los nuevos y saca lo mejor de ellos: De uno el dinero, del otro la extensión del negocio y de otros las ideas. Después de eso, los desecha a todos. Así se relaciona y no le interesa ser diferente y aunque insiste en decir que no es una mala persona, actúa de manera contraria.
Al final, como suele suceder en este tipo de escándalos, lo de menos es el invento o la revolución porque toda la atención termina centrándose en los pleitos y las demandas que Zuckerberg debió enfrentar por cuenta de aquellos a quien dejó pisoteó en su ascenso. Todo esto se muestra entre el pasado y el presente entre pactos, celebraciones y trampas que después se traducen en demandas e interrogatorios entre abogados y socios.

“Red social” está dirigida David Fincher (“El extraño caso de Benjamin Button”, “Zodiac” y “El club de la pelea”) y su guión es una adaptación del libro “Multimillonarios por accidente” escrito por Ben Mezrich y que se cuenta de cómo una sucesión de hechos, sin mayores reflexiones.
La postura del director es frente al hecho es clara. No puede ocultar que no sienta el más mínimo afecto por el protagonista del escándalo a quien no duda en mostrar como un tipo frío, manipulador y desprendido, que no se tienta el corazón por nada.  Mientras que a los otros se les trata un poco más suave.
Dicho de otra manera, en “Red social” hay villanos, víctimas y jugadas sucias aportadas de la vida real porque al parecer, así fueron las cosas. Entonces aquí hay poco de dramaturgia de ficción y mucho de bajezas humanas y de historia. Tal vez esta película solo se basa en eso, encostrar la superficialidad de las redes social virtuales, pero afirmar que estos sitios solo sirven para ligar y colgar fotografías de fiestas y viajes, es ligero. En las redes sociales, como en el Internet, pasan muchas más cosas que aquí ni siquiera se vislumbran. Un tema familiar para muchos que se presenta con escenas largas en las que abundan los diálogos y en las que la cámara se limita a hacer las veces de espectador.
A pesar de esto, “Red social” termina siendo solo un buen chisme muy entretenido pero que no profundiza en ningún personaje ni despierta  ninguna reflexión. Todos ellos persiguen la fama y el dinero en un conflicto que se plantea con diálogos largos repletos de información y ego, pero jamás hay escenas reflexivas ni se dejan ver los sentimientos.
Pero como se trata de mostrar la historia de Facebook, al final, se cumple con el objetivo porque al espectador se le da suficiente información para conocer hasta los detalles más mínimos de se formó la red social más importante de la web. Aunque los expertos digan que el fenómeno  ya va de salida. 

jueves, 2 de diciembre de 2010

EL DRAMA QUE NO MUESTRA LA NOTICIA


Existe una creencia que consiste en cubrir con un aura mágica las noticias que ocurren y a sus protagonistas.  Una especie de principio, no siempre afortunado, que se basa en que una historia real es más impactante y exitosa.   Después de los reporteros, los documentalistas continúan con la cadena alimenticia que luego nutre a los gestores de ficción. Así pasa con el cine: bajo la promesa de mostrar la “verdadera” historia, productores y escritores habilidosos convierten las tragedias en argumentos de ficción.
La realidad cambia de acuerdo a la latitud y a la conveniencia de quien cuenta la historia.  Mientras en Colombia algunos prefieren hablar de protagonistas del narcotráfico y de soldados (“El rey”, “Soñar  no cuesta nada”), en Estados Unidos los directores cuentan y recuentan, sus guerras, sus amenazas y, claro, sus ataques terroristas.  Valdría la pena recordar la cosecha de películas que tuvimos después del once de septiembre del 2001, de la que ni siquiera escapó Oliver Stone.

El drama basa parte de su encanto en este principio. Aquello que Aristóteles llamó “mimesis” y que podría entenderse  la  imitación de la vida.  Un elemento común a las historias dramáticas pero se construye, en unas más que en otras,  en aras de la credibilidad.
Entonces cuando alguien presenta su película como una historia basada en un evento real, tiene parte del trabajo asegurado. Este tipo de argumentos  suelen ser más fáciles de digerir y no necesitan mayores introducciones, ni estar sustentadas en universos congruentes para  ser aceptadas.  Dado que su público sabe cómo sucedieron las cosas y cuál fue el desenlace, el escritor se ahorra el esfuerzo de justificar los giros o acciones inesperadas. Si pasó en la realidad, ¿Por qué tendría él que explicarlo?
Pero en esta ventaja también está el riesgo. Quiera o no, quien narra una película basada en un hecho real, tendrá el acontecimiento histórico como camisa de fuerza, reduciendo su libertad creativa a la implantación de personajes imaginarios y útiles a la narración.
Para no complicarse la vida, algunos creadores optan por un mostrar el lado velado de la historia a través de personajes no estereotipos y evitan las situaciones cliché.   Así consiguen historias más honradas,  que les permiten explorar nuevas dimensiones de lo ocurrido.
La película inglesa “London River” tiene un poco de eso.  Parte de un evento real, al tomar como punto de partida el ataque terrorista ocurrido en Londres el 7 de julio  de 2005 y muestra un lado diferente del drama.  Aquí los protagonistas no son ni los detectives, ni los  musulmanes, ni siquiera los atentados en sí.
Aunque hay un poco de todo esto, no centra  la inquietud de los espectadores en la amenaza democrática ni en el morbo del ataque, sino más bien en un debate interno de la desconfianza y el prejuicio religioso. 
La historia muestra a una madre de provincia que decide viajar a Londres porque que no tiene noticias de su hija desde el día del atentado terrorista.  Al llegar a la ciudad y mientras inicia la búsqueda,  descubre que su hija guardaba varios secretos que la unen al mundo musulmán. La madre no logra comprender nada y solo se le ocurre creer que la joven fue adoctrinada por el grupo religioso.
Mientras llena la ciudad con carteles que tienen la fotografía de su hija, conoce a un hombre musulmán francés que también está en la ciudad buscando a su hijo, igualmente desaparecido en circunstancias misteriosas desde el 7 de julio.  De alguna manera la vida de estos seres es idéntica. Además de ser un par de solitarios que buscan a su hijos, tienen en común ser practicantes de una religión, ella es una cristina protestante, mientras él es musulmán, y de profesiones similares, ella es granjera y él ecologista.
Sin embargo, los prejuicios religiosos que por aquellos días están exacerbados en la capital inglesa, previenen a la mujer y la hacen desconfiar de este hombre por el simple hecho de ser musulmán. Hasta que una verdad cambia el destino de estos seres y los condena a emprender la búsqueda juntos.  
Su director  Rachid Bouchareb, consiguió hacer de “London River” una película que nos mantiene en la tensión del descubrimiento propio y del ajeno. Mientras recorremos las calles de Londres, los hospitales y las morgues, nos convertimos en cómplices de la esperanza de los padres que comparten su angustia y sus pocas charlas.  Lo poco o nada que sabemos de los personajes basta para identificarlos, pero aun así, de alguna manera, nos convertimos en ellos. 
Es un acierto temático este de centrarse en la simplicidad de una aventura particular y profundizar en ella, más que pretender abarcar todo el drama post-atentado.  Una narración basada en la  simplicidad y la belleza de la luz natural. Y esto solo puede complementarse con la gran dirección de actores que hace.  Protagonizada por Brenda Blethyn (“Secretos y Mentiras” y “Orgullo y Prejuicio”) y el fallecido Sotigui Kouyaté, quien ganó el premio a mejor actor en el Festival de Berlín 2009.
“London River” es una película silenciosa, introspectiva y emotiva, que muestra de una manera hermosa que la ilusión también se extingue. 








martes, 9 de noviembre de 2010

FLOR DEL DESIERTO

La realidad supera la ficción y el melodrama no es exclusivo de las telenovelas. Ejemplos hay muchos, basta mirar los estantes de las librerías para darnos cuenta que gran parte de los best sellers están basados en historias de supervivencia. Entre más autobiográfica y más truculenta la vida, más  exitosa en ventas será la obra.
Aunque el propósito de algunas autobiografías se agota en el regodeo del ego, hay otras que tienen largo aliento y terminan convirtiéndose en ejemplo de superación, a través de protagonistas que superan las adversidades. Cuando la historia es conmovedora y denuncia  una injusticia, tanto mejor.
“Flor del desierto” es una película basada en la autobiografía de la ex modelo de origen somalí Waris Dirie, conocida en el mundo como una mujer valiente y justiciera.
Todo comenzó en  África. Tras haber nacido en una tribu nómada, Waris siguió el destino marcado para todas las mujeres de su comunidad y a los tres años sufrió una mutilación genital.  El daño dejó huellas en el cuerpo y en el alma, pero no despertó preguntas en Waris que creció creyendo que aquella práctica era común al género femenino.  
A los  trece años, al enterarse que iban a casarla con un hombre mayor, la niña nómada huyo del hogar y recorrió gran parte del desierto en búsqueda de su abuela que vivía en Mogadiscio.  Ese fue el comienzo del periplo que continuaría en Londres donde trabajó como empleada doméstica en la casa de una familiar  y después en un Mcdonalds.  Allí fue descubierta por el famoso fotógrafo Terry Donaldson y al poco tiempo estaba “Vogue”, convirtiéndose en la primera modelo de raza negra en  salir en su portada. Las grandes marcas y los diseñadores le ofrecieron buenos contratos y su nombre empezó a ser reconocido.   
Pero cuando era más cotizada, Dirie rompió el silencio y contó su mayor secreto a la revista “Marie Clarie”. Relató con detalles lo que le había ocurrido a los tres años y denunció que la ablación no era cosa del pasado.
El escándalo recorrió el mundo y ella aprovecho para dar un paso más y escribir la novela autobiográfica y fue nombrada Embajadora de la ONU para luchar contra la mutilación genital.  Desde entonces se ha dedicado de lleno al tema, apareciendo en los medios,  visitando países y recogiendo dinero para informar, prevenir y evitar la práctica.
Que no se malinterprete, pero tal como ocurrieron, estos eventos se parecen más al argumento de una telenovela que a una historia real.  Al igual que Waris Dirie se convierte en la auténtica heroína de melodrama que supera los obstáculos y enfrenta las adversidades más grandes y al final recibe su recompensa.
Una trama interesante que fue llevada al cine por la directora Sherry Hormann quien adaptó la novela autobiográfica “Flor del desierto”.  El proyecto  realizado en 2009 contó con el apoyo económico de Alemania, Austria y Francia y se rodó en varios países incluido África donde filmaron a nómadas reales, así como a familiares de Waris Dirie.

Hormann se redujo a mostrar una sucesión de hechos contados con distancia y cierta objetividad.  Al escaso compromiso de autor se suma una estructura dramática televisiva en que los golpes dramáticos están repartidos durante la trama y no están inscritos en el planteamiento, desarrollo y desenlace.  Por esto, la película es solo una historia de superación un tanto simple como tediosa y carente de un género real. 
A la luz del melodrama, esta película hubiera sido más conmovedora, desgarradora y emotiva. Como lo amerita el tema y seguramente como en realidad sucedió.  Pero el melodrama es un género que algunos directores y autores miran con recelo y hasta con asco.  Les avergüenza pensar en él como el medio para expresar su mensaje y por no conocerlo, se pierden de lo bueno.

Tal vez éste no sea el caso de Hormann. Tal vez a ella solo se limitó a poner en imagen lo que encontró  en un libro autobiográfico o quizás tenía algún tipo de acuerdo con su autora. Pero al no asumir un género narrativo ni una postura,  la película termina siendo una historia que carece de estructura dramática.
Como hecho no hay duda, que lo ocurrido a Waris Dirie es una verdadera tragedia e injusticia, pero la película “Flor del desierto” no le hace justicia.   Con un planteamiento débil el conflicto nunca se plantea de forma tangible  y los personajes parecen más dibujados que concebidos. Entonces la narración no tiene mayores expectativas y el clímax está cimentado en un flash back que nos muestran casi al final de la película.  Cuando la modelo decide contar su trágico pasado con una secuencia que resulta efímera y poco relevante para toda la expectativa que nos han creado durante los 120 minutos.   
Protagonizada por la modelo etíope Liya Kebede y los actores  Sally Hawkins (Ganadora del Globo de Oro por “Happy go lucky”) y Timotthy Spall (Wormtail en Harry Potter) es una historia de superación sin ninguna pericia narrativa.






domingo, 31 de octubre de 2010

CAMPANITA ANTES DE PETER PAN


Resulta extraño ver a Campanita sin Peter Pan. Saber independiente a un personaje que desde 1954 se nos presentó a su lado, dispuesta a ayudarlo en lo que él necesitara.  Pero desde aquella primera versión de “Peter Pan”, él siempre la mantuvo al margen y ella asumió con gusto el rol de ayudante de vuelo y de celosa de turno. Esa fue la Campanita que todos conocimos en la película producida por Walt Disney y que estaba inspirada en el cuento escrito en 1904 por el  escocés James M. Barrie. 
Con el paso de los años, la película se convirtió en un clásico para los adultos, pero no logró conquistar nuevos espectadores.  Tal vez la  historia del niño que no quiere crecer resultó ser poco atractiva o fueron intimidados por el renombrado síndrome de Peter Pan. Hay que decirlo, la ocurrencia de los sicólogos de utilizar su nombre para referirse a los hombre inmaduros terminó de arruinar la poca reputación que le quedaba al pobre Peter. 
Ante semejante panorama, los creativos de Disney hicieron leña del árbol caído y apostaron por quien, estaban seguros, sería un éxito comercial y se la jugaron por Campanita.  Eso sí se cuidaron de no ponerla junto a  Peter Pan  y de pronto el hada se convirtió en protagonista.
Fue un riesgo controlado porque en lugar de aventurarse a contar la historia de Campanita después Peter Pan,  prefirieron mostrarnos su pasado. De repente  la vida del hada antes de caer en manos del eterno niño, resulto no solo ser interesante sino también un gran acierto. No solo por las cifras sino también por el fin altruista de salvar un personaje que estaba condenado a desaparecer de los referentes infantiles,
La saga de hadas propuesta por Disney Fairy, empezó en el 2008 con “Thinker bell” , siguió con “Thinker bell y el tesoro perdido” y ahora llega con  “Thinker Bell y el rescate de las hadas”.   Las tres películas muestran que  Campanita no siempre fue insegura, acomplejada y vengativa.  Antes era un hada aventurera, independiente y divertida.

Dirigida por Bradley Raymond, ( “El Rey león 1 ½”,  “El Jorobado de Notre Dame”, “Pocahontas 2”) “Thinkerbell y el rescate de las hadas” se sobrepone al estigma de ser solo una película para niñas contada con bellas imágenes.  La historia transcurre a comienzos del siglo pasado, en una casa de campo donde viven un padre y una hija. La soledad que rodea a la pequeña es tal, que ella se acompaña solo por los dibujos de las hadas en las que cree ciegamente.  El padre, un científico coleccionista de mariposas, siempre está demasiado ocupado para dedicarle tiempo a su hija. Pero ella no se lo reprocha y conserva la esperanza de llegar a ser algún día como él. Mientras tanto, construye una casita diminuta en la que espera poder hospedar algún día a un hada de verdad. 
Cerca de allí está la colonia de hadas, que al igual que las abejas, trabajan sin descanso. Un lugar habitado y gobernado solo por mujeres y un par de duendes que obedecen sus caprichos y se encargan del trabajo muy pesado. Gracias a las hadas las mariposas son de colores, los años tienen estaciones  y después de la lluvia y el sol, sale el arco iris. En este universo perfecto y coordinado,  Campanita es conocida por  reparar todo lo dañado pero también por ser la más curiosa. Y es esta cualidad la que la lleva a quedar encerrada en la casa hecha por la niña.  De allí a la habitación de la niña, solo hay un paso y cuando menos se lo imagina, Campanita se ve atrapada.
A partir de este evento, la película nos muestra la construcción de una amistad que se afianza con dibujos, sonrisas y clases de vuelo dentro de la habitación. Una dinámica que contrasta con la incomunicación y la falta de atención que el padre manifiesta hacia su pequeña. Ante la ausencia de Campanita, las otras hadas se proponen rescatarla y sin dudarlo se lanzan en una búsqueda que mantiene a los espectadores atentos y expectantes. Así de entretenida es “Thinker Bell y el rescate de las hadas”, una historia producida por John Lasseter (“Toy story” “Buscando a Nemo”  y “Up”), quien conoce la fórmula para conseguir  películas divertidas en las que domina una historia redonda, bien desarrollada y donde cada elemento puesto tiene su razón que conserva su tensión entre la acción, la ternura y la aventura.   
Películas como esta demuestran una vez más que no es necesario acudir a promesas inexactas ni premisas reforzadas para cautivar al espectador. Basta con exponer situaciones creíbles y que cumplan con su propósito de informar pero que también de fortalecezcan la trama.  Como el hecho de que el papá científico se encapricha con un hada convencido de que se trata de una extraña mariposa o que el rescate se realice en una noche de lluvia, cuando las hadas no pueden volar.
Aquí no hay nada de decepción y el espectador permanece atento para ver la resolución de un conflicto que resulta creíble y cotidiano. ¿Qué más cercano que el abandono al que los padres someten a los hijos en nombre del trabajo?
Como es de esperarse, el final es el esperado. Emotivo, bien contado y con moraleja. Y aunque es poco sorpresivo, deja satisfechos a personajes y espectadores que observan complacidos como todos cumplan su deseo: La niña logra volar con las hadas y le demuestra a su papá que ellas existen, mientras que Campanita consigue unir a esta niña con su padre. Y claro,  las hadas ejecutan un rescate perfecto.
Por eso es que “Thinker Bell y el rescate de las hadas” no es exclusiva para niñas y nos engancha  a todos por igual aunque los personajes sean hadas y todo se resuelvan de manera feminista. 

lunes, 25 de octubre de 2010

Cuando el escritor dirige


El pecado de la lujuria condena a los amantes a morir calcinados. Pero el castigo no es propinado por Dios sino por la hija adolescente de ella, que al ver que su madre traiciona a su padre con otro, prepara una venganza.  El plan, con el que la joven pretende escarmentar, se convierte en tragedia al cobrar las vidas de su madre y del hombre que la acompaña.  Pero este no es el final del romance, al contrario  la tragedia, que para todos aparece como un accidente, crea una profunda herida en las familias de los amantes (los dos eran casados) y como una especie de maldición, enlaza sus destinos para siempre.
Este es el detonante de la historia “Lejos de la tierra quemada” (The burning plain), ópera prima del mexicano Guillermo Arriaga, quien después de once años de ejercer como guionista, se lanza a la dirección. Desde sus inicios, su trabajo como guionista llamó la atención del público y la crítica que encontró en las películas “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel”, dirigidas por su compatriota Alejandro González Iñarritu, propuestas narrativas inteligentes.
Durante varios años Arriaga y González  formaron un equipo productivo,  talentoso y bien articulado que funcionó a la perfección.  Arriaga escribía, y reescribía las veces necesarias hasta lograr guiones impecables y González se tomaba su tiempo para rodarlos, enriqueciéndolos con su perspectiva audiovisual y actores bien dirigidos. 
La dinámica arrojó buenos resultados desde el comienzo, y con “Amores perros” los mexicanos fueron alabados, nominados y galardonados en diferentes festivales de cine. El estilo narrativo propuesto por el dúo dio un giro al movimiento cinematográfico latinoamericano y a la vez, les garantizó la entrada a la gran industria. Entonces vinieron “21 gramos” y “Babel” con las que completaron la llamada “Trilogía de la muerte” y que tuvo como actores a  Sean Peen, Naomi Watts, Brad Pitt y  Cate Blanch.

Los artificios de construcción narrativa  empezaron  a ser reconocibles en sus historias que narraban las vidas de personajes que se unen de manera indirecta por detonantes comunes que los transforman para siempre.   Ese fue el estilo que construyeron juntos, cuando eran unidos y que se convirtió en la manzana de la discordia en el 2006, al finalizar “Babel”.
La pelea comenzó cuando Guillermo Arriaga aseguró que el éxito de las películas de González estaba en la complejidad narrativa de las historias que eran solo de su autoría.  Palabras más, palabras menos, dijo que sin él “Amores perros”, “21 gramos” y “Babel” no hubieran tenido el alcance que tuvieron.  El director Alejandro González también dijo lo suyo, y la amistad, la complicidad y todo lo demás terminó entre los dos.  Cada uno emprendió proyectos diferentes acompañados por nuevos amigos y equipos de producción. 
Sin embargo, deshacerse de la influencia del otro con el que se ha compartido tanto no es fácil, menos cuando se existe una voz colectiva representada en tres películas. Pero después de la pelea,  la suerte estaba echada y Guillermo Arriaga pensó que si era capaz de crear en buenas historias en papel, dirigir sería lo de menos.
Así se aventuró a hacer “Lejos de la tierra quemada”, una película contada en cuatro momentos históricos distintos pero narrados en momentos simultáneos. Al igual que en sus guiones anteriores, Arriaga rescata su compleja construcción de estructuras pero esta vez también jugó con el tiempo.  La historia que tiene como detonante la muerte, se convierte en una especie de Romeo y Julieta que se mezcla con el futuro lleno de olvido y el pasado cargado de amor tormentoso.  En lugar de la muerte, Arriaga utiliza la autoflagelación y la promiscuidad como una forma de manera de sobrevivir al olvido.  Y las cicatrices que marcan la piel de sus protagonistas solo les recuerda sus guerras, sus triunfos y sus derrotas del pasado. 
Respaldado por su oficio de escritor, que también lo ha llevado incursionar en la literatura, Arriaga se fija un tema en su cabeza y conforme a él construye con rigurosidad a sus personajes que deja encara con conflictos certeros para que defiendan y reaccionen.  En “Lejos de la tierra quemada” encontramos a dos personajes, interpretadas por Kim Bassinger y Charlize Theron, que son arrastradas y consumidas por relaciones tormentosas. Para ellas, el amor no es un alivio sino una condena que tienen que pagar para hallar el sentido de sus vidas. 
Esta lucha le es familiar a Arriaga, pues durante la producción de esta película  tuvo que enfrentarse con el fantasma y con la presencia omnipresente de su antiguo amigo y director. Pese a la minuciosidad y el empeño de Arriaga, “Lejos de la tierra quemada” parece ser otra de las películas de González-Iñarritu.  Entonces cabe preguntarse, ¿Los buenos guionistas pueden orquestar todo desde el papel para lograr películas maravillosas? Porque si es así, el argumento planteado por Arriaga cuando reclamó la autoría de las películas de González, sería legítimo.
Pero cuál es el papel de los directores frente a un guión. ¿Cómo imprimirle un sello de autoría sin pasarse por encima la estructura planteada por el escritor?
¿Acaso los directores solo son unos instrumentistas de la partitura ajena? El debate queda abierto y desde esa óptica no debería extrañarnos que “Lejos de la tierra quemada”, se parezca un poco a “21 gramos” y a “Babel”, porque de alguna manera, fueron hechas por él.
Pero aunque así fuera, hay que decirlo, la película es buena pero es un poco más de lo mismo.  La historia se plantea con una estética en la que los paisajes desérticos de la frontera y los planos estáticos dan el tono que se potencian con  pocos diálogos. 
Un estilo conocido, bastaste manoseado por los directores latinos como respuesta al legado  maligno de la televisión con sus escenas llenas de diálogos, su cámara quieta y el cero montaje. La forma no es propia de los directores instalados en Hollywood, sino que también ha ido perneando a la nueva generación que se encuentra  del río Bravo para abajo. 

viernes, 15 de octubre de 2010

La maternidad no se escoge...


Las mujeres se relacionan de manera apasionada, mucho más si se tratan entre ellas. Los sentimientos, o tal vez las hormonas, hacen que bajo la complicidad, las sonrisas y los abrazos, corran las turbias aguas de la rivalidad, la envidia y la competencia.  Esta complejidad afectiva  empieza en la cuna y se afianza con  la vida a través de la relación con la madre. Un vínculo labrado con sentimientos intensos y leales pero también cargado de recriminaciones,  cuestionamientos y aprobación. 
Con el título de “mamá”, las hijas entran a una nueva dimensión de la vida, despiertan a un sentimiento desconocido y  obtienen una óptica distinta del entorno, del ayer y del futuro. Empiezan a ver a las madres con otros ojos pero  pocas veces los lazos enrevesados se transforman. No se puede renunciar al rol filial. Tampoco al maternal.
Toda esta complejidad afectiva es mostrada con realismo y cotidianidad por el director colombiano Rodrigo García en su película “Madre e Hija”,  con la que reafirma su pasión por las mujeres que lo ha guiado siempre.  Desde sus anteriores  largometrajes  “Nueve vidas” y  “Cosas que diría con solo mirarla”, Garcia  empezó a internarse en terrenos femeninos para mostrar sus conflictos más íntimos de una manera conmovedora a través de una narrativa particular. 
Él es de los que prefiere abordar los temas desde distintas ópticas, con historias aparentemente inconexas y al final, siempre encuentra la manera de unirlas.  En su estilo hay un poco de los directores Alejandro González Iñarritu (“Amores Perros”, “Babel”, “21 gramos”), Guillermo del Toro (“El laberinto del fauno”) y del guionista Carlos Cuarón ( “Y tu mamá también”, “Solo con tu pareja”) con quienes ha trabajado en algunos proyectos, pero también hay mucho de su experiencia en televisión como guionista y director de varios  capítulos de series de televisión para canales privados como “Seis grados de separación”, “In treatment”, “Big Love” y también en “Los Sopranos” “Six feet under”  por mencionar algunos. Sí, allá también algunos directores de cine viven  de hacer tele.
El oficio de la televisión le ha dado la destreza de utilizar las escenas como unidades dramáticas independientes, sacando mayor provecho de los actores a quienes ha dirigido muy bien.  Atraídos, tal vez, por la fortaleza de su historias o por el nombre que el director se ha hecho en el medio, primero como fotógrafo, después como guionista y director, García se ha permitido invitar a primeros actores a trabajar con él cambio de casi nada.
Por sus manos han pasado figuras como Cameron Díaz,  Holly Hunter y Gleen Close y en “Madre e Hija” cuenta con  Annette Being, Samuel L. Jackson y Naomi Watts, entre otros.
Los actores son un componente más de las películas porque la chispa divina que dota de vida a una obra solo puede ser aportada por el autor que expone su manera de ver la vida.  Rodrigo García es de esos directores a los que le sobra corazón, talento y disciplina.  Su sensibilidad, que exhibe con secuencias y diálogos, empieza en la escritura desde donde concibe personajes complejos y ambivalentes.
En “Madre hija” nos cuenta la historias paralelas de tres mujeres que viven en Los Ángeles.  Karen (Annette Being) tiene 51 años y vive con su madre con quien mantiene una relación más resignada que armónica.  Ella no tiene amigos y su amargura está sustentada en una decisión equivocada tomada en el pasado.  A sus catorce años, guiada por la madre renunció a ejercer su maternidad y dio  a su hija en adopción.  Para lidiar con su desazón, Karen escribe cartas a su hija esperando que algún día pueda encontrarla y vigila su entorno, defendiéndose  con los dientes de aquellos que quieran acercársele.
Entre tanto conocemos la historia de Elizabeth (Naomi Watts), la hija que creció en un hogar adoptivo y que es exitosa a sus 37.  El abandono de sus padres, la convirtió en una mujer racional y pragmática que consigue lo que se propone incluyendo los hombres que mete a su cama. Ella solo vive para su profesión, los hijos y el matrimonio están fuera de sus planes.  Tanto que a sus 17 se hizo ligar las trompas para no quedar embarazada. 
Y por último nos presentan a Lucy (Kerry Washington), quien ante la impedimento biológico de ser madre, quiere adoptar un hijo para alcanzar la felicidad que a ella y su marido les es esquiva.   Ella se esfuerza por tener la aprobación de sus suegros y claro de su mamá, para que ese bebé sea bien recibido.  En este proceso aparece una joven embarazada que está dispuesta a dar a su hijo en adopción, quien es cuestionada por su madre sobre la decisión que quiere tomar. 
Madres ausentes, esquivas, protectoras, culpables frente a hijas indiferentes, frustradas y efímeras. Distintas pero unidas por un nexo que no termina con la muerte.

Así es “Madre e hija”, un auténtico melodrama pletórico de sentimientos femeninos que ocurre en pocos escenarios y narrado con imágenes que tienen la capacidad de generar cambios en sus protagonistas.  Sin caer en estereotipos ni en conductas típicas, las protagonistas de esta película transitan por sus vidas guiadas por un pálpito que aún no terminan de entender y que se llama instinto materno.  Y mientras combaten su anhelo y su tristeza, actúan, se  equivocan y reaccionan, y reciben conforme a lo que la naturaleza y el destino tiene  para darles. Todo unido con los mismos acordes emotivos que tienen la virtud de despertar distintos sensaciones según la escena.
Rodrigo García no se queda con nada y no duda en sorprender con lo impensable  a sus protagonistas para  hacerlas reaccionar frente a la vida.  Y llevarlas a  su esencia y a victorias agridulces.
Aunque para muchos las películas de García son un poco desesperanzadoras no pueden negar la profundidad y honestidad con las que han sido hechas. Son historias narradas desde el corazón de un autor que se ha zambullido en el género femenino con humildad y respeto para conseguir películas sabias.







domingo, 10 de octubre de 2010

NI SE COME, NI SE REZA NI SE AMA

Algunos años atrás, la escritora norteamericana Elizabeth Gilbert se separó de su marido y emprendió un viaje con el que se propuso reencontrase como mujer y autora.  Su ruta de auto-conocimiento fue marcada por tres países cuyos nombres empiezan con la letra I (primera persona en el inglés): Italia, India e Indonesia, en los que la autora pretendía hallar las coordenadas extraviadas de su vida y superar la depresión.  Al cabo de un año de libertad y de cumplir sus propósitos banales, la escritora se concentró y  narró, hasta el más mínimo detalle de su periplo en su libro llamado “Comer, rezar, amar”. El texto escrito en primera persona es informal y anecdótico,  una especie de diario femenino con algunos datos históricos, consejos gastronómicos y unos cuantos guiños de mística y romanticismo. 
La  novela de no ficción, catalogada por algunos críticos como un libro de autoayuda y superación, se convirtió en el preferido de aquellas mujeres que veían en Gilbert, la valentía que a ellas les faltaba.
Muy pronto se convirtió en un best seller y, cuatro años después de su publicación, lleva seis millones de ejemplares vendidos y ha sido traducido a más de 40 lenguas distintas.
Entonces no es de extrañarse que Hollywood haya comprado los derechos del libro para convertirlo en una película. Mucho más con el boom de películas de mujeres que viajan al encuentro del amor, que se ha impuesto en los últimos años, como “Bajo el sol de la Toscana”, “Sex and the city 2” y la reciente “Cartas a Julieta”.
 El grupo de productores, entre los cuales está Brad Pitt, invirtió 60 millones de dólares y contrató una nómina de lujo que incluía a Julia Roberts y a  Javier Bardem, y emprendieron el viaje que los llevó por Estados Unidos,  Italia, India e Indonesia.  
La película fue dirigida por Ryan Murphy, director de televisión de series como Nip & Tuck y Glee, quien también se encargó de adaptar el libro ayudado por otra guionista del medio.  El resultado pudo ser mejor. porque en su afán de abarcar los detalles geográficos y visuales de los tres países, los libretistas se quedaron en la narración superficial de anécdotas y chistes que no alcanzan para clasificarla como comedia romántica.
Este es uno de los riesgos velados de la adaptación: siempre existe el peligro de perder la voz del autor y en la película “Comer, Rezar, Amar” se extravió la posibilidad de escuchar los pocos pero brillantes momentos de reflexión femeninos que Gilbert consigue en su libro,  así como su percepción de los países y de las dinámicas culturales de sus habitantes.
Durante dos horas veinte minutos, la protagonista, sin hacer mayores reflexiones y sin ningún objetivo claro, va de un país a otro guiada por su espíritu inquieto que no termina de hallarse. De la misma manera encontramos escenas y acciones que, si bien están sustentadas en el libro, parecen sacadas de la manga y no agregan ninguna información relevante a la película.
Entonces después de un año de viaje, no presenciamos en ella ningún cambio dramático perceptible.  Pero si aceptamos la licencia de que es una historia basada en un libro de no ficción entonces, en teoría, el personaje no necesariamente debería cambiar. 
La diferencia radica en que estamos frente a una película de ficción y en éste género los personajes deberían evolucionar de alguna manera, al menos en su interior. Mucho más en este tipo de película, en cuyo planteamiento nos presentan a una mujer que se declara infeliz con la vida que vive y que anuncia que hará un viaje para encontrarse. La promesa no se cumple del todo y el conflicto se resuelve con tibiezas.   
Tal como está contada, la historia se reduce a ser una guía de viaje que no admite momentos íntimos y esquiva las preguntas existenciales de su autora original. Una película con buena fotografía, poca narrativa cinematográfica, bastante dramaturgia televisiva llena de diálogos y nada de introspección. Además de personajes secundarios en los que no tampoco se ahonda y que  se muestran irrelevantes y gratuitos. 
La química entre Julia Roberts y Javier Bardem es tangible y logran escenas emotivas y armónicas.  En su momento, Roberts dijo haber aceptado el papel guiada por su instinto y no pensando en el éxito o fracaso comercial que ésta película podría llegar a ser. Y al terminar la filmación, la actriz declaró que haber estado en la India, le había cambiado la visión de su vida. 
A pesar de ser una película entretenida y de haber sido anunciada como una maravilla, en “Comer, Rezar, Amar” no se come nada raro, no se reza tanto y el romance tampoco se convierte en amor.  Esta ambigüedad condenó la cinta y dejó insatisfechos a los lectores y productores que esperaban mucho más: los primeros más historia, los segundos más taquilla.  Una vez más queda demostrado que una pareja no garantiza el éxito y que menos es mejor.  

domingo, 3 de octubre de 2010

Que la luz no te detenga


Un día mientras aguardaba ansioso en el semáforo, Rubén Mendoza se puso a pensar que a los vendedores, limpia-vidrios, malabaristas y al resto de los habilidosos maestros del rebusque, les convendría que la luz  roja durara más. La  idea quedó allí y, con los años,  se transformo en  anécdota y  después en el argumento de una película poderosa.  Poderosa, esa sería una buena palabra para definir a “La sociedad del semáforo”. Una historia construida con imágenes y personajes tan arraigadas a nuestra cotidianidad, que se cuelan en la memoria y transforman para siempre la manera de mirar a los habitantes de la calle .
Una realidad tan destemplada como incuestionable: Ese borroso boceto que trazamos  en nuestro imaginario sobre una vida de miseria,  resulta infantil ante la ferocidad  que domina allá afuera y donde sólo existe el hoy.  Con todo lo que eso significa: comer lo que se encuentre, encontrar donde dormir, escapar a los policías y defenderse con los dientes. 
Pero Rubén Mendoza, nos arranca la venda y con “La sociedad del semáforo” nos avienta de cabeza en la dinámica callejera con cobijas de cartón y el delirio de las drogas.  
Que no se preste para confusiones, ésta no es una película experimental ni caótica y tampoco se trata de un documental,  mucho menos de un docudrama.  Es ficción pura, escrita por el puño de un director trabajador, irreverente, propositito y académico. Su paso, primero por Universidad Nacional en Bogotá y después por escuelas e institutos de Canadá, Francia y Cuba, lo orientaron en su oficio de escribir y dirigir. Pero su voz la hallaría en su producción y bajo su propio yugo. Desde el 2005, Mendoza se propuso la tarea de realizar un cortometraje por año:  “La Cerca”, “El Reino animal”, “La casa por la ventana” y  “El corazón de la Mancha” 
Con las producciones consiguió premios y reconocimientos internacionales y decantó su estilo narrativo.  Largas secuencias, personajes intrincados, diálogos reveladores y escenas que muestran, sin asomo de censura, las necesidades primarias saciadas de la manera más salvaje.
La propuesta cinematográfica de Rubén Mendoza es procaz, desparpajada y arrojada como él.  A  sus treinta años, se ha curtido con la vida y se ha guiado por su instinto y química. Trabaja con su grupo de amigos más que con estrellas del medio, porque “ellos lo entienden más” y cuenta las cosas como van, sin importarle quedar bien con nadie ni agradar al público o la crítica. La suya no es una postura fabricada  y eso se nota en su manera de expresarse.   
En “La Sociedad del semáforo” Mendoza muestra la calle como va, sin caer en personajes estereotipos ni en lo que se supone debe ser la pobreza ni en los chistecitos que suelen usar algunos directores nacionales para sublimar la desolación de los  miserables.  El resultado de un proceso largo de observación que llevó al  bogotano a tomar notas diarias de las diferentes  escenas que encontraba en los semáforos de varias ciudades.
Los papelitos en los que consignaba sus hallazgos llenaron las paredes de su casa y gestaron el universo y el conflicto que le dio origen a la película. El argumento, o al menos su inicio, estaba claro. Contaría la historia de Raúl, un reciclador desplazado del Chocó que en un arrebato de altruismo se propone alterar la duración del semáforo del centro de Bogotá.
Al igual que su protagonista, a Mendoza les gustan los retos y emprendió su búsqueda fuera de las cámaras.  El instinto le decía  que ningún actor de televisión ni  de teatro podría trasmitir lo que él había escrito y por esto, se lanzó a hacer casting sui generis.
La convocatoria, con la que trataba a los actores de televisión como una plaga, les advertía mantenerse a metros, empezó en los buses de Bogotá.  Desde allí se invitaba a todos aquellos que quisieran actuar en la película para que hicieran una prueba. El llamado fue atendido por más de 600 personas que asistieron al Parque Nacional de Bogotá en busca de sus cinco minutos de fama.
La química marcó la escogencia de actores naturales y acompañado con sus amigos,  empezó el rodaje de un guión que cambiaba cada día de acuerdo a lo que se presentaba y a lo que escuchaba de sus protagonistas. Por eso la historia incomoda, talla y revuelve el estómago, porque enseña la sustancia de  la calle, la que es común en nuestras ciudades tercermundistas. El asfalto alberga todo, la traición, la demencia y el delirio que se confunden con el sexo, los animales y la muerte.    
Los días  y las noches que avanzan lento bajo el efecto y el sopor de la droga, son interminables para los solitarios que encuentran en sus compañeros de esquina una familia.  Mientras se unen para reclamar la atención de los demás seres, tan humanos como ellos pero que son distintos por ir en carros y pasar de largo. Los protagonistas se unen en tres intentos desesperados por hacerse ver y oír, pero no sirve de nada. Siguen siendo incómodos para los que tienen que detenerse allí, pero muy útiles para las autoridades que sacan provecho de todo. Conveniente paradoja.
Y al final un viaje al origen, al Boyacá de Mendoza, para reencontrarse con el seno familiar. En medio del verde, toda esperanza se disuelve y se comprueba que se ha cargado con una vida indeseable, sabiéndose muerto para la familia. Muertos para la sociedad que pasa de largo en los semáforos pero visibles para este director libérrimo.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

HAY QUE FLORECER ANTES DE PARTIR


La belleza de la película “Cerezos en flor” empieza con su título y se extiende hasta los créditos. No podía ser de otra manera, llevar ese nombre arrastra el compromiso de hacer justicia a la hermosura  y al significado que estas flores tienen en Japón donde son consideradas símbolo de fugacidad. La directora alemana Doris Dörrie superó la prueba y el resultado es un largometraje marcado por significados silenciosos y secuencias visuales articuladas con la cadencia de un poema.
Pero este cuidado extremo de la narrativa visual sería presuntuoso sino estuviera sustentado en conflictos reconocidos y en personajes estructurados con  respeto.  Lo bueno es que la directora alemana también es escritora y su obra abarca novelas cortas, cuentos y libros para niños, guiones de películas y libretos para televisión. Además ha dirigido óperas, programas de televisión y por supuesto sus películas: documentales y argumentales. 
 “Cerezos en flor” (2008) es la tercera  película (ha hecho más de quince) que filma parte en Japón, después de “El pescador y su esposa” y “Sabiduría garantizada” y está protagonizada por  Elmar Weper y Hannelore Elsner.
 La película que toma como pretexto narrativo la historia  de un hombre mayor que pierde a su esposa, nos muestra la vida a través de la muerte, el más allá como un lugar de encuentro y la ausencia como un redescubrimiento.
Dörrie se lo tomó en serio y se propuso  hacer un largometraje en el que pudiera mostrar lo que más amaba: El pueblo alemán de Allgau, donde ha vivido sus últimos 18 años, la vertiginosa Berlín, el mar Báltico “por la increíble luz que refleja” y su adorado Japón.  Su fascinación por el oriente empezó veinte años atrás, cuando fue invitada al Festival de Cine de Tokio y quedó prendada con el país. Le pedí a alguien que me escribiera un cartel con los caracteres en japonés de la palabra «Tokyo». Armada de mi cartel, me fui a la estación de tren y  partí a Kamakura.

Después del corto trayecto en tren, paseé por los templos y los bosques de bambú. Estaba abrumada. Estaba segura de que había encontrado el paraíso”,comentó en su blog.
Pero ese fue tan solo el primero de sus viaje a oriente. Después haría otro en compañía de su hija y en él terminaría por contagiarse de la parsimonia, el comportamiento y el esmero. De eso que en japonés se llama Mono no aware y que ella resume como “Estar melancólicamente encantado y melancólicamente conmovido. Cuando las cosas nos conmueven y nuestro yo se funde con el mundo exterior”.  Esto no quiere decir que sus películas sean lentas, aburridas o insignificantes, al contrario están llenas de sucesos relevantes que hacen que los personajes tomen decisiones vitales. 
Sin necesidad  de especializarse en un solo género dramático, la directora va de la comedia al melodrama con facilidad y destreza,  aplicando en su trabajo lo que aprende de la vida.  La muerte de su esposo (que era su director de fotografía), por ejemplo, la llevó a cuestionar su oficio; “estaba convencida de no podría volver a dirigir”, dijo. Pero, poco a poco, salió de su silencio y armada con una cámara pequeña entendió que sería una mejor directora si en los rodajes dejaba de controlar y aprendía a observar.
Desde entonces, esa es la filosofía que ha  aplicado a sus películas y que la llevó a maravillarse con el Monte Fuji, en Japón y saber que quería ponerlo en su película. Aunque aún no tenía historia, estaba decidida: Iba a mostrar Alemania, el Báltico, Tokio y el Monte Fuji.  Fue así como llegó a las flores y quedó hechizada, de la misma manera que han quedado pintores, directores, poetas y bailarines.
Los árboles de cerezo que durante todo el año se cubren solo con hojas, se visten con nubes rosas en primavera y son honrados por todos en un festival.
La película de Dörrie está impregnada de esta atmósfera. Ante escenas hechas con sentimiento puro, los palabras están de más. La complicidad de compartir un suéter, de conocerse con miradas, de sentirse extraño al ver una sola sombra proyectada y de llorar frente a un plato de comida, son algunas de las imágenes con las que esta directora alemana nos habla de las relaciones y de la familia. Pero ella escarba más y muestra como el incondicional amor de los padres contrasta con la dureza de sus hijos adultos que resultan ser desconocidos. Y sin embargo los padres no reclaman porque se tienen a ellos  como principio y fin, como todo. 
Todo es fugaz, como las flores del cerezo. Por que sin importar su hermosura, pierden sus pétalos y mueren. Así llega la soledad y hay que enfrentar la ausencia del otro en la cotidianidad y ese vacío que los remordimientos aprovechan para llenar y agobiar con culpas al que queda vivo. 
En un último intento por complacer a su esposa ausente, el hombre emprende un viaje a Japón con la idea de llegar al monte Fuji que tanto deseaba conocer ella.  En un recorrido llega a un parque de Tokio, lleno de árboles de cerezo,  donde conoce a una joven con la que apenas puede entenderse en inglés. Ella huérfana y pobre,  él solitario y sin mayores afanes. La amistad surge sin tropiezos ni intereses.  Ella le enseña la esencia del baile Butoh como una forma de comunicación con su esposa mientras él le pide que lo acompañe al Fuji. Lo único que le interesa al viudo es mantener  su recuerdo  y tratar de expiar la culpa que siente por no haberla dejado florecer.  Entre tanto, los hijos también sufren a su modo, por no poder demostrar a tiempo sus sentimientos alemanes y por ver partir a sus padres sin abrazarlos.
La valentía con la que Dörrie asume esta premisa es propia de una gran directora.  Tal vez se guía por la autoridad le da la experiencia o la seguridad de conocer lo que se quiere contar. Ella no le tiene miedo al dolor ni a las lágrimas, las asume como parte de la vida y las deja fluir.  De occidente a oriente, con los sonidos como parte de la realidad: las moscas unidas a Alemania, los cuervos a Japón. Todo tan cuidado, tan perfecto como la primavera.
“Cerezos en flor”  es una pieza que le hacen justicia al cine y que se convierten en un regalo para el espectador al que le gusta atesorar éstos hallazgos.   

viernes, 17 de septiembre de 2010

UN AMOR MÁS PROFUNDO QUE EL MAR


Si el tiempo de vida de una película en cartelera fuera equivalente al esfuerzo empleado en su realización, entonces  aún deberían estar exhibiendo “Océanos”. Pero este principio de justicia cinematográfica, que podría emplearse por igual  para películas extranjeras y nacionales, rara vez se cumple.
La suerte que corren los documentales no es mejor.  Al menos en países como el nuestro, donde público no se deja seducir por dinámicas narrativas diferentes ni se compromete con temas que no le son cotidianos. Las campañas publicitarias, que funcionan con las películas de ficción, no cumplen su propósito de llenar las salas y convierten a las producciones en flores de un día, en un privilegio de aquellos que le apuestan a lo diferente.
A diferencia de las dramatizadas, que le permiten al espectador olvidarse de su cotidianidad y asumir el universo del protagonista como real, un largometraje documental precisa la atención y la reflexión de quien observa.   El autor expone su postura frente a un hecho que considera relevante y el espectador observa, escucha y analiza para después elaborar su propia percepción. La dinámica no siempre está asociada al disfrute, pero si sacude la conciencia dormida.
Más que un género por explorar, el documental se ha convertido en la voz que denuncia, critica, reflexiona y, sobre todo, cuestiona.  Sin importar las latitudes, los presupuestos y el formato, los directores se han permitido hablar de lo que les inquieta a través de sus documentales.
Claro, a veces las preocupaciones son las mismas y las producciones empiezan a parecerse unas a otras, así sean hechas con distintas cámaras y bajo otra dirección.  Y eso es lo que ha pasado en los últimos años, cuando por consciencia, casualidad o moda, productores, directores y actores han tomado el planeta como el gran tema.
Películas como “La travesía del Emperador”, “Tierra”, “Home”  y “Nómadas del Aire” son algunas de las producciones en que se ha invertido mucho tiempo, creatividad, tecnología y dinero para mostrarnos el planeta desde diferentes ángulos y puntos de vista. 
Pero “Océanos” no es un documental más. Con ocho años de investigación y casi cinco de rodaje,  la película dirigida por Jaques Perrin, es algo así como 
mirar el mar con ojos de enamorado.  Los movimientos de cámara que se hacen sobre los animales parecen caricias y los sonidos naturales fluyen como la corriente. Las escasas notas musicales se articulan a la narración visual y sobre todo respetan  el silencio submarino por encima de todo.   La solemnidad de sus secuencias corta el aliento de los espectadores y los ubica en su rol dentro de la naturaleza. Imposible no sucumbir ante la majestuosidad del mar  donde todo se mueve con cadencia y perfección.

“Océanos” tuvo una inversión de  50 millones de euros, lo que lo convierte en el documental más caro de la historia. Solo así pudieron filmarse más de doscientas especies submarinas, en cincuenta y siete locaciones distintas y en cinco de nuestros océanos.  Para esto tuvieron que utilizar varios dispositivos especiales con los que se pudieron captar  movimientos con la velocidad real de algunos de sus protagonistas, como los delfines y los atunes.  Y recurrir a uno que otro efecto digital para crear mayor impacto. 
Las intervenciones del narrador (Pierce Brosnam en inglés, Pedro Armendáriz jr en español) son prudentes, reflexivas y bien elaboradas. Por fortuna el director tuvo la lucidez de no colocarle voces ni sentimientos humanos a los animales, como sí hizo su compatriota Luc Jacques en “El viaje del emperador”  ni de repetir en palabras lo que es obvio por la imagen, como los acostumbrados documentales televisivos. 
Pero la belleza y emotividad de la narración sería vacua si no fuera acompañada de un llamado a la reflexión y al compromiso.  “Océanos” cumple con el propósito de su género y con su profunda sensibilidad, cuestiona y sacude.   Como  tiene que ser un documental   

martes, 31 de agosto de 2010

García, a secas

García es un hombre tan anónimo que ni siquiera tiene nombre. A él no parece importarle, para la vida que le tocó vivir, un apellido a secas basta.  A pesar de sus 58 años, sigue siendo un ser anónimo que se mueve por el margen de la carretera pasando desapercibido para la gran mayoría. Este es el protagonista de  “García”, coproducción Colombo-Brasilera dirigida  por el bogotano José Luis Rugeles.
Las ciudades están llenas de este tipo de personajes invisibles que ante la escasez de todo, silencian su espíritu para no preguntarse por su origen, mucho menos por su futuro. Después de todo, su destino ya está marcado desde que nacen y la pobreza es una cadena que los asfixia y que, rara vez, logran romper. 
Pero en medio de este desasosiego, hay quienes ejercen su derecho de soñar.  Entre ellos está García, un hombre bueno que trabaja como vigilante y que vive con una mujer a la que adora.  Él trabaja para comprarle a su mujer la casa que puede, aunque no es la que ella anhela.  Ella se llama Amalia y su mayor anhelo es dejar pobre, sin importar cómo ni con quién. Y en ese afán se involucra con otro,  de apellido Gómez, que lo que más desea es volver a ser soltero.  
Propósitos condenados al fracaso. No por la pluma del guionista, sino por la dinámica de una sociedad en la que soñar es un privilegio de pocos. Porque hay realidades que no pueden cambiarse pues, al igual que en una tragedia griega, sería atentar contra el orden divino del universo.
Sin embargo hay personajes que hacen caso omiso a los dogmas y, sin importar las consecuencias, toman el riesgo impulsados solos por su fin. Por eso se convierten en protagonistas y sus historias se convierten en películas.
Hay protagonistas de muchos estilos: Astutos, aventajados y poseedores de poderes extraordinarios con los que salvarán el mundo pero también hay protagonistas como García. Un hombre que, a los 58 años, sigue trabajando sin siquiera tomar vacaciones y cuyo mayor logro es estar casado con una mujer que lo trata con indiferencia. Hasta que le llega el día de tomar el riesgo y lo hace sin dudar porque está en juego la vida de su amada Amalia.
El largometraje “Garcia” es una de esas producciones donde el mayor peso lo ponen los actores.  Por eso los productores no dudaron y escogieron el elenco a dedo.  El papel de García, fue para  el mexicano Damián Alcazar, famoso por su manera de compenetrarse con sus personajes, como lo hizo en “Satanás”, en “El crimen del padre Amaro” y en “La ley de Herodes”, por mencionar algunas.  
Margarita Rosa De Francisco, interpreta a la callada Amalia. Una mujer que refleja la infelicidad en su cuerpo y rostro. Habla poco, fuma mucho y manipula a su antojo. Con ellos están Víctor Hugo Morant y Fabio Iván Restrepo por Colombia y Giulo Lopes y Rui Rezende por Brasil.
“García” fue escrita por Diego Vivanco quien ha trabajado como libretista de televisión en “Francisco, el matemático” y “Las noches de Luciana” y que llevó su historia a varios laboratorios de guión, con el ánimo de perfeccionarla y ponerla en tono.
Pero el oficio de escribir para televisión, pesa.  Al igual que, en la gran mayoría de las películas colombianas, en “García” la dramaturgia televisiva se impuso en algunas escenas con diálogos demasiado explicativos y con situaciones recurrentes. Pero también logra generar emociones y despertar sentimientos en los espectadores con escenas que nos resultan familiares y con acciones solitarias en las que predomina el silencio.  Vivanco construyó una personajes complejos y con vida propia y adornó la narración con una serie de detalles sutiles a manera de pistas que fueron develándose con el transcurrir de la película.
“Garcia” es una película técnicamente bien hecha pero en la que el autor está ausente. Su director, Jose Luis Rugeles se preocupó más  por la propuesta estética que por la ideológica y la dramática. Incluso una vez expuso que “García” era una comedia con tono dramático. Pero una historia no se puede llamar comedia solo por meterle unos cuantos chistes o por dejar que un actor actúe exagerado todo el tiempo.
Con todo y chistes flojos, el director logró “hacer una película muy bogotana” y eso se nota en las frías atmósferas de la sabana, en la cicloruta y en el tráfico de la carrera treinta.  Se siente Bogota, es verdad aunque su ubicación de época es confusa. Por el vestuario, los autos y el arte podríamos pensar que  “Garcia” ocurre en los ochenta, pero hay un detalle que tumba la teoría. El protagonista tiene ahorrados varios billetes de 50 mil pesos. Ahí surge la duda ¿Entonces las corbatas anchas, el teléfono de la casa y el Renault seis, son solo producto de la pobreza?
Pero estas preguntas terminan siendo irrelevantes cuando hay una película colombiana que busca hacerse su lugar en el nuevo movimiento cinematográfico latinoamericano. Al lado de historias como la mexicana “Lake Tahoe” y la uruguaya “El baño del papá”, de las que de alguna manera “García” ha bebido y con las que comparte varios elementos como personajes silenciosos, la bicicleta como medio de transporte y la pobreza.
Películas han sido bien recibidas no solo por la crítica sino por los espectadores que siempre agradecen un final gratificante:  Sin saber muy como, los protagonistas suelen salir bien librados.
Héroes del común que asumen su vida como mejor pueden y nos conmueven con su insípida vida.  Este tipo de historias fueron el tema favorito de los directores italianos después de la segunda guerra mundial.
Curioso que esté pasando ahora. Tal vez los directores latinos empezaron a cansarse de hacer películas de dictaduras, ladrones y narcotráfico y ahora ven con buenos ojos la cotidianidad, las calles y el deseo de superación.