sábado, 19 de febrero de 2011

EL DISCURSO DEL REY


Durante muchos siglos, la realeza  ha cautivado a sociedades,  escritores y directores. Sus protagonistas tan públicos como enigmáticos y tan cercanos como inasibles se convierten en personajes idóneos de historias y tragedias.
Ellos son lo más cercano a divino que hay sobre la tierra y por eso sus virtudes deben ser exaltadas, pero también sus defectos. Personajes como Enrique VIII,  la reina Elizabeth, la Reina Isabel ha sido el tema en relatos dramáticos del cine y la televisión. Personajes marcados por la grandeza.
Pero incluso entre ellos, también hay algunos dominados  por el miedo.  Poseídos por una ambivalencia sentimental que los domina a cada paso,  los impulsa y a la vez los detiene ante lo inevitable.
Como la vida de Alberto Federico Arturo Jorge de Windsor , que pasó a la historia con el nombre de Jorge VI, estuvo llena de obstáculos antes de coronarse como rey.  Tras haber nacido segundo en la línea de sucesión, Bertie (como era llamado en la familia) tuvo una infancia difícil.
El trato que recibió de la familia y las criadas siempre fue desigual, radical y equivocado, y como resultado hubo traumas y surgieron sus problemas de lenguaje.  A medida que Bertie creció su problema se agudizó mucho más y tuvo que pasarse gran parte de la vida, probando toda clase de terapias de lenguaje sin tener ningún resultado positivo.
Eso era lo único porque por todo lo demás Bertie tenía lo necesario para convertirse en el sucesor del rey en cuanto él muriera. Ese honor estaba reservado para su hermano mayor Eduardo VIII, quien poco después de asumir su responsabilidad,  abdica a la corona.

Ante el hecho, la corona recae sobre Bertie quien debe reinar y convertirse en la voz de aliento de su pueblo en plena  Guerra Mundial. Pero le piden lo imposible. A él  pocas cosas lo asustan más que hablar en público y nada lo aterra más que pararse frente a un micrófono.  Sin embargo, su suerte está echada, esas son las cosas que debe hacer un rey o al menos, eso es lo que su gente esperan de él.  Fallar no es una opción, tartamudear mucho menos.

Impulsado por su esposa, Bertie empieza  una terapia de lenguaje con el actor frustrado llamado Lionel Longue, reconocido por haber puesto a hablar a los casos más difíciles.  
A partir de ese momento, entre terapias, ejercicios y charlas, terapeuta y rey construyen una fraternal relación que pasaría a la historia en medio de un Reino Unido (conformado por 25 colonias distribuidas por todo el mundo) que se prepara para enfrentar a Hittler en la Segunda Guerra Mundial.
Dirigida por Tom Hooper, “El discurso del rey”  relata mucho más que un hecho histórico.  Con esta apuesta dramática con apuntes de humor y un poco de crítica, nos entrega un relato íntimo de la realeza sin caer en tonos grises ni narraciones aburridas. 
Al contrario, Hooper supo sacar partido de su basta experiencia como director de televisión a través de una película lo suficientemente comercial para enganchar y empatarnos con sus protagonistas, pero sin caer en extremos ligeros ni en banalidades.  Él no parece estar interesado en querer quedar bien con nadie, porque a pesar de que “El discurso del rey” tiene todos los elementos conmovedores efectivos de lo comercial (la lucha por superar el problema, los sentimientos encontrados y el triunfo de sus protagonistas), tampoco duda en mostrar a un rey neurótico, inseguro y paranóico que poco a poco se va transformando.
La impresionante actuación de Colin Firth (“Un hombre solo”, “El retrato de Dorian Gray”, ”Mamma mia”) y Geoffrey Rush no deja nada al imprevisto y que tienen mucha química en pantalla.    
Esta es, sin duda,  una película bonita, emotiva y bien hecha, que ha recibido las mejores críticas. Honores bien merecidos por un director que manejó a sus actores de manera extraordinaria y logró una narración fluida y sosegada, apoyada con la música de Alexandre Desplant ( “El escritor fantasma” “Julie y Julia”, “Harry Potter y las reliquias de la muerte”).
“El discurso del rey” está nominada a diez categorías en los premios Oscar, incluidos mejor película, mejor actor, mejor guión, música y fotografía.  No extrañaría que sorprendiera  y le quitara varios de los galardones a la tan renombrada “Red social”.
Por historia, por actores, por fotografía, por música e incluso por cultura general esta es una película que no se puede dejar pasar de largo. Película con satisfacción garantizada. 

viernes, 11 de febrero de 2011

EL GRAN CONCIERTO


Esta es una de esas películas en las que se puede presentir su final feliz, pero no por eso se deja de sufrir.  En realidad el sentimiento no es sufrimiento sino más bien una mezcla entre emoción y angustia que se apodera de nosotros y que solo nos abandona cuando corren los créditos finales.
No es para menos.  “El gran concierto”  inicia con la aplastante realidad de Andrei Filipov (Alexei Guskov), el mejor director que la orquesta del Bolshoi tuvo en los años ochenta pero que ahora trabaja como aseador del teatro.  Poco a poco, incluso bien entrado el desarrollo, empezamos a descubrir el pasado de Filipov quien fue castigado por el régimen en la cumbre de su carrera por tener en su orquesta a sus músicos judíos.  Como consecuencia de su acción ahora limpia pasillos, sillas y oficinas, y se enfurece en silencio por el pésimo nivel de la actual Bolshoi.  
A los pocos minutos de iniciar la película, sin más preámbulos,  se nos introducen en el conflicto.  Mientras limpia una oficina, Filipov intercepta un fax en el que invitan a la orquesta a tocar en el famoso teatro de Châtelet de París. Como un acto reflejo, Filipov esconde el fax:  Sin proponérselo tiene en sus manos la oportunidad perfecta para vengarse de quienes destruyeron su vida 30 años atrás.
Asistido por su mejor amigo inicia la tarea de reunir la orquesta original  a la que dirigió en sus días de gloria. Los músicos, ya todos retirados, aceptan seducidos más por la idea de ir a Paris que por volver a un escenario.
Las peripecias van y vienen de Moscú a París donde se hacen pasar como la verdadera orquesta del Bolshoi y entre confusiones, angustias y errores se desarrolla una trama que pone siempre en riesgo la realización del famoso concierto.
Pero no todo es chiste ni enredo. Por ahí también se cuela la sutil crítica a la Unión Soviética de Brezhnev con sus políticas represoras y antisemitas, y un poco de miel a través de una huérfana que cuando menos se lo espera,  conoce su origen. Esta sorpresa dramática que nos es revelada casi al final de la narración es poco esperada y consigue un efecto sentimental interesante que no se pelea, para nada, con la comedia.
Porque si bien podría definirse como una comedia tiene su toque dramático y “serio” en la redención de un grupo de músicos sentenciados al olvido. Que diferencia con la comedia saturada de groserías y mal gusto a la que nos tienen acostumbrados en este país.

En cambio “El gran concierto” es prudente, medido en tensión, risas y emociones. Por supuesto la justicia es un tema siempre agradecido por los espectadores que se dejan cautivar  y conmover con facilidad. Y poco importa si las películas están habitadas por personajes estereotipos como en este caso,  el judio que quiere hacer dinero todo el tiempo, los gitanos siempre alegres y los pobres de folletín que se la rebuscan sin hacer ningún daño.

Tal como lo hizo con su producción “El tren de la vida” (1998) el guionista y director rumano Radu Mihailean utiliza  elementos como la  música y personajes como los judios y los gitanos para hacer su narración. Es bueno recordar que en aquel entonces “El tren de la vida” quedo un tanto en el anonimato o más bien se inmortalizó pero de otra manera. Según dicen su argumento fue “fusilado” (por ‘pedacitos’) por Roberto Benigni para hacer “La vida es bella” película que se presentó un año antes y que recibió varios premios. 
Pero Mihailean no cayó en la depresión (¿Tal vez si?),  el plagio es pan de cada día en la industria audiovisual.  Así que se sacudió y siguió escribiendo y dirigiendo a su manera.
Ahora con “El gran concierto” nos regala una imperdible película con un argumento divertido y con un elenco de primera, al que tenía que dirigir con traductor a bordo, porque no hablaban el mismo idioma. Esto no fue impedimento ni para ellos ni para nosotros, porque a pesar de estar frente a una película de “allá”, la sentimos cercana y familiar.
Interesante esto de poder reconocer que el tercer mundo no nos es exclusivo y que a ese lado del hemisferio hay películas que no distinguen culturas ni fronteras y que pueden reflejar el “ahí estamos pintados” (Cómo olvidar aquella ‘original’ frase de “una película donde los colombianos estamos pintados).
Y al final, el esperado concierto. Un postre musical con el concierto para violín y orquesta con el que nos presentan el epílogo sin necesidad de colocar resúmenes por personaje al final.  Un desenlace que saca la mejor sonrisa de los espectadores.
“El gran concierto” es una de esas películas que debería ser obligada para los directores colombianos que, en medio de su infinita soberbia, se creen hacedores de comedia solo por colocar entre sus líneas chistes destemplados y ordinarios. Y el lenguaje soez que nunca falta.