miércoles, 29 de septiembre de 2010

HAY QUE FLORECER ANTES DE PARTIR


La belleza de la película “Cerezos en flor” empieza con su título y se extiende hasta los créditos. No podía ser de otra manera, llevar ese nombre arrastra el compromiso de hacer justicia a la hermosura  y al significado que estas flores tienen en Japón donde son consideradas símbolo de fugacidad. La directora alemana Doris Dörrie superó la prueba y el resultado es un largometraje marcado por significados silenciosos y secuencias visuales articuladas con la cadencia de un poema.
Pero este cuidado extremo de la narrativa visual sería presuntuoso sino estuviera sustentado en conflictos reconocidos y en personajes estructurados con  respeto.  Lo bueno es que la directora alemana también es escritora y su obra abarca novelas cortas, cuentos y libros para niños, guiones de películas y libretos para televisión. Además ha dirigido óperas, programas de televisión y por supuesto sus películas: documentales y argumentales. 
 “Cerezos en flor” (2008) es la tercera  película (ha hecho más de quince) que filma parte en Japón, después de “El pescador y su esposa” y “Sabiduría garantizada” y está protagonizada por  Elmar Weper y Hannelore Elsner.
 La película que toma como pretexto narrativo la historia  de un hombre mayor que pierde a su esposa, nos muestra la vida a través de la muerte, el más allá como un lugar de encuentro y la ausencia como un redescubrimiento.
Dörrie se lo tomó en serio y se propuso  hacer un largometraje en el que pudiera mostrar lo que más amaba: El pueblo alemán de Allgau, donde ha vivido sus últimos 18 años, la vertiginosa Berlín, el mar Báltico “por la increíble luz que refleja” y su adorado Japón.  Su fascinación por el oriente empezó veinte años atrás, cuando fue invitada al Festival de Cine de Tokio y quedó prendada con el país. Le pedí a alguien que me escribiera un cartel con los caracteres en japonés de la palabra «Tokyo». Armada de mi cartel, me fui a la estación de tren y  partí a Kamakura.

Después del corto trayecto en tren, paseé por los templos y los bosques de bambú. Estaba abrumada. Estaba segura de que había encontrado el paraíso”,comentó en su blog.
Pero ese fue tan solo el primero de sus viaje a oriente. Después haría otro en compañía de su hija y en él terminaría por contagiarse de la parsimonia, el comportamiento y el esmero. De eso que en japonés se llama Mono no aware y que ella resume como “Estar melancólicamente encantado y melancólicamente conmovido. Cuando las cosas nos conmueven y nuestro yo se funde con el mundo exterior”.  Esto no quiere decir que sus películas sean lentas, aburridas o insignificantes, al contrario están llenas de sucesos relevantes que hacen que los personajes tomen decisiones vitales. 
Sin necesidad  de especializarse en un solo género dramático, la directora va de la comedia al melodrama con facilidad y destreza,  aplicando en su trabajo lo que aprende de la vida.  La muerte de su esposo (que era su director de fotografía), por ejemplo, la llevó a cuestionar su oficio; “estaba convencida de no podría volver a dirigir”, dijo. Pero, poco a poco, salió de su silencio y armada con una cámara pequeña entendió que sería una mejor directora si en los rodajes dejaba de controlar y aprendía a observar.
Desde entonces, esa es la filosofía que ha  aplicado a sus películas y que la llevó a maravillarse con el Monte Fuji, en Japón y saber que quería ponerlo en su película. Aunque aún no tenía historia, estaba decidida: Iba a mostrar Alemania, el Báltico, Tokio y el Monte Fuji.  Fue así como llegó a las flores y quedó hechizada, de la misma manera que han quedado pintores, directores, poetas y bailarines.
Los árboles de cerezo que durante todo el año se cubren solo con hojas, se visten con nubes rosas en primavera y son honrados por todos en un festival.
La película de Dörrie está impregnada de esta atmósfera. Ante escenas hechas con sentimiento puro, los palabras están de más. La complicidad de compartir un suéter, de conocerse con miradas, de sentirse extraño al ver una sola sombra proyectada y de llorar frente a un plato de comida, son algunas de las imágenes con las que esta directora alemana nos habla de las relaciones y de la familia. Pero ella escarba más y muestra como el incondicional amor de los padres contrasta con la dureza de sus hijos adultos que resultan ser desconocidos. Y sin embargo los padres no reclaman porque se tienen a ellos  como principio y fin, como todo. 
Todo es fugaz, como las flores del cerezo. Por que sin importar su hermosura, pierden sus pétalos y mueren. Así llega la soledad y hay que enfrentar la ausencia del otro en la cotidianidad y ese vacío que los remordimientos aprovechan para llenar y agobiar con culpas al que queda vivo. 
En un último intento por complacer a su esposa ausente, el hombre emprende un viaje a Japón con la idea de llegar al monte Fuji que tanto deseaba conocer ella.  En un recorrido llega a un parque de Tokio, lleno de árboles de cerezo,  donde conoce a una joven con la que apenas puede entenderse en inglés. Ella huérfana y pobre,  él solitario y sin mayores afanes. La amistad surge sin tropiezos ni intereses.  Ella le enseña la esencia del baile Butoh como una forma de comunicación con su esposa mientras él le pide que lo acompañe al Fuji. Lo único que le interesa al viudo es mantener  su recuerdo  y tratar de expiar la culpa que siente por no haberla dejado florecer.  Entre tanto, los hijos también sufren a su modo, por no poder demostrar a tiempo sus sentimientos alemanes y por ver partir a sus padres sin abrazarlos.
La valentía con la que Dörrie asume esta premisa es propia de una gran directora.  Tal vez se guía por la autoridad le da la experiencia o la seguridad de conocer lo que se quiere contar. Ella no le tiene miedo al dolor ni a las lágrimas, las asume como parte de la vida y las deja fluir.  De occidente a oriente, con los sonidos como parte de la realidad: las moscas unidas a Alemania, los cuervos a Japón. Todo tan cuidado, tan perfecto como la primavera.
“Cerezos en flor”  es una pieza que le hacen justicia al cine y que se convierten en un regalo para el espectador al que le gusta atesorar éstos hallazgos.   

viernes, 17 de septiembre de 2010

UN AMOR MÁS PROFUNDO QUE EL MAR


Si el tiempo de vida de una película en cartelera fuera equivalente al esfuerzo empleado en su realización, entonces  aún deberían estar exhibiendo “Océanos”. Pero este principio de justicia cinematográfica, que podría emplearse por igual  para películas extranjeras y nacionales, rara vez se cumple.
La suerte que corren los documentales no es mejor.  Al menos en países como el nuestro, donde público no se deja seducir por dinámicas narrativas diferentes ni se compromete con temas que no le son cotidianos. Las campañas publicitarias, que funcionan con las películas de ficción, no cumplen su propósito de llenar las salas y convierten a las producciones en flores de un día, en un privilegio de aquellos que le apuestan a lo diferente.
A diferencia de las dramatizadas, que le permiten al espectador olvidarse de su cotidianidad y asumir el universo del protagonista como real, un largometraje documental precisa la atención y la reflexión de quien observa.   El autor expone su postura frente a un hecho que considera relevante y el espectador observa, escucha y analiza para después elaborar su propia percepción. La dinámica no siempre está asociada al disfrute, pero si sacude la conciencia dormida.
Más que un género por explorar, el documental se ha convertido en la voz que denuncia, critica, reflexiona y, sobre todo, cuestiona.  Sin importar las latitudes, los presupuestos y el formato, los directores se han permitido hablar de lo que les inquieta a través de sus documentales.
Claro, a veces las preocupaciones son las mismas y las producciones empiezan a parecerse unas a otras, así sean hechas con distintas cámaras y bajo otra dirección.  Y eso es lo que ha pasado en los últimos años, cuando por consciencia, casualidad o moda, productores, directores y actores han tomado el planeta como el gran tema.
Películas como “La travesía del Emperador”, “Tierra”, “Home”  y “Nómadas del Aire” son algunas de las producciones en que se ha invertido mucho tiempo, creatividad, tecnología y dinero para mostrarnos el planeta desde diferentes ángulos y puntos de vista. 
Pero “Océanos” no es un documental más. Con ocho años de investigación y casi cinco de rodaje,  la película dirigida por Jaques Perrin, es algo así como 
mirar el mar con ojos de enamorado.  Los movimientos de cámara que se hacen sobre los animales parecen caricias y los sonidos naturales fluyen como la corriente. Las escasas notas musicales se articulan a la narración visual y sobre todo respetan  el silencio submarino por encima de todo.   La solemnidad de sus secuencias corta el aliento de los espectadores y los ubica en su rol dentro de la naturaleza. Imposible no sucumbir ante la majestuosidad del mar  donde todo se mueve con cadencia y perfección.

“Océanos” tuvo una inversión de  50 millones de euros, lo que lo convierte en el documental más caro de la historia. Solo así pudieron filmarse más de doscientas especies submarinas, en cincuenta y siete locaciones distintas y en cinco de nuestros océanos.  Para esto tuvieron que utilizar varios dispositivos especiales con los que se pudieron captar  movimientos con la velocidad real de algunos de sus protagonistas, como los delfines y los atunes.  Y recurrir a uno que otro efecto digital para crear mayor impacto. 
Las intervenciones del narrador (Pierce Brosnam en inglés, Pedro Armendáriz jr en español) son prudentes, reflexivas y bien elaboradas. Por fortuna el director tuvo la lucidez de no colocarle voces ni sentimientos humanos a los animales, como sí hizo su compatriota Luc Jacques en “El viaje del emperador”  ni de repetir en palabras lo que es obvio por la imagen, como los acostumbrados documentales televisivos. 
Pero la belleza y emotividad de la narración sería vacua si no fuera acompañada de un llamado a la reflexión y al compromiso.  “Océanos” cumple con el propósito de su género y con su profunda sensibilidad, cuestiona y sacude.   Como  tiene que ser un documental