Para el amor, la casualidad no existe. Todo hace parte de un juego orquestado por el destino que se encarga de unir a quienes quiere, de manera caprichosa y incuestionable. Así sucede en la película “Las hierbas salvajes” (Les herbes folles), que parte del encuentro fortuito de dos seres urbanos y complejos.
Una historia anclada con un narrador injerente que explica los sentimientos de sus protagonistas, que expone y adelanta sus acciones y que también da su opinión de las emociones y las situaciones. Un elemento recurrente y bastante conocido por su director, el francés Alain Resnais que se dio a conocer hace más de cincuenta años con películas como “Hiroshima, mon amour” y “El año pasado en Marienbad”.
A sus 87 años, Resnais sigue tan activo y actual como el que más. Considerado junto con Truffaut y Jean-Luc Godard, uno de los principales exponentes del movimiento conocido en los años 50 como la “nueva ola francesa” (nouvelle vague) y que se caracterizaba, entre otras cosas, por la libertad narrativa del director. En aquellos días se impusieron historias poco pretensiosas, rodadas en escenarios naturales, con bastante improvisación y poca fabricación. El resultado fueron películas como “Los 400 golpes” (Truffaut) y “Sin aliento” (Godard), que se han convertido en verdaderos objetos de culto para los cineastas.
Pero no solo de los triunfos del pasado vive Resnais y por si alguien lo duda, ahí está “Las hierbas salvajes” (2009). Una película fresca y divertida y a la vez sólida y madura. Resultado de la experiencia de un autor que, ante todo, escucha su voz interior sin importarle transitar de un género a otro en menos de cinco minutos. De ahí que en “Las hierbas salvajes” pasemos de la comedia al thriller o incluso caminemos por los terrenos de la farsa dentro de una misma historia.
Basada en la novela de Christian Gailly y adaptada por el mismo Resnais, la película parte de un hecho fortuito. A Marguerite (Sabine Azéma) le roban la cartera y su billetera es arrojada en un estacionamiento, donde la encuentra George (André Dussollier), un hombre atribulado por sus pensamientos y un pasado turbio que nos deja ver que las cosas no son lo que parecen. Pero la causalidad deja el camino libre
Al abrir la billetera y descubrir la fotografía de aquella mujer, George empieza a alucinar. Sabe que debe regresarla pero duda en la manera de hacerlo. Consigue el teléfono de la mujer, la llama pero ella no contesta, después se decide a entregar la cartera en la delegación de la policía. Pero ni así, George se libera de obsesión por la misteriosa mujer y solo se aleja cuando recibe una advertencia de la policía. Entonces los personajes cambian de rol y el gato se convierte en ratón, George se transforma en el objetivo de Marguerite, que extraña tanto su presencia, que empieza a asediarlo. Un juego de equívocos, ensoñaciones y fantasías que les tiende el destino, como si se empeñara en unirlos.
Una historia de obsesión, persecución y enamoramiento a destiempo de unos protagonistas que no terminan de entender sus corazones. Ella, una odontóloga a la que le gusta pilotear aviones y él un hombre casado, padre de dos hijos mayores que disfruta viendo películas clásicas y soñando con volar. Mientras su esposa, una mujer que fluye con la vida y que no entra en conflicto ni siquiera con la recién aparecida.
Todo con un manejo caprichoso del tiempo, con un montaje inteligente que no pretende ser invisible sino que al contrario busca generar interrogantes a través de escenas que se estiran con cámara lenta o que se repiten en diferentes momentos.
Y los diálogos por la misma línea: algunos directos pero otros abiertos, repetitivos y absurdos, al punto que no parecen ir para ningún lado y que resultan chistosos. Textos que no obedecen al manual del guionista que reza que los diálogos deben ser directos, mostrar sicologías y telegrafiar la acción.
Pero a él parece no importarle, incluso nos muestra los pensamientos de sus personajes en forma de globitos y es generoso en el colorido de sus escenas. Ajustando todo con cortinillas musicales que a manera de broma nos dan licencia para reírnos de manera relajada. El juego que hace con los espectadores puede ser ameno con sus elipsis y vistiendo a su protagonista con un abrigo similar al de “El principito” (piloto de aviación, después de todo).
Auque a veces tanta libertad y en cierto modo, la falta de una historia realmente relevante cansa, también hay que darle el merito a la lucidez con la que Resnais nos cuenta la historia.